2014-05-10

La lampara de piel humana


Marta Torres - Nueva York.
Cuando era pequeño, las cosas eran así en la zona de clase trabajadora en Flushing (Queens), donde creció. «Los chicos más duros eran los italianos. Y también los irlandeses. Y luego estabámos los judíos. Nos peleábamos. Y, claro, si me decían que me querían convertir en una lámpara de piel, tenía que responder», recuerda con una sonrisa, pero con los puños cerrados golpeando al aire, aquellos momentos de su infancia. Hasta aquí llegaba para Jacobson la leyenda de, para ser más exactos, las pantallas de las lámparas hechas con piel de judíos durante la Segunda Guerra Mundial en el campo de concentración de Buchenwald.


Conocido por los experimentos humanos y vejaciones que llevaron a cabo el comandante Karl Koch y su mujer Ilse, la «Loba de Buchenwald», este lugar se estableció en julio de 1937 cerca de Weimar. Fue uno de los primeros y mayores campos creados en Alemania, donde se encerró a judíos, polacos, eslovenos, criminales, homosexuales y prisioneros de guerra, entre otros. Allí murieron alrededor de 50.000 personas, como resultado de los abusos y los trabajos forzados, entre otros crímenes. Alrededor de 10.000 fueron víctimas de las ejecuciones y otros de la crueldad de los guardas de las SS.

Marc Jabcobson conocía muy bien las historias de este lugar. Cuando los estadounidenses llegaron al mismo campo de concentración, los prisioneros les advirtieron que estaban convencidos de que Ilse había hecho matar a los que tenían tatuajes para hacer lámparas con su piel.

Todo cambió para Mark cuando su amigo Skip de Nueva Orleans le mandó una lámpara encontrada después del huracán Katrina que asoló Luisiana. Le costó 35 dólares. Su amigo le llamó; al principio no sabía muy bien de qué se trataba, aunque ya sabía que era un objeto diferente de todos los que ofrecía Dave Dominici, un hombre conocido por salir en la portada del periódico de la ciudad después de robar en las tumbas del cementerio. Hubo un tiempo en el que aparecía a diario.

«¿De qué está hecha?», le preguntó Skip. «Es de la piel de los judíos», contestó el hombre que actualmente se encuentra en prisión. «Cuando le pregunté qué iba hacer con ese objeto –recuerda Mark Jacobson–, Skip me contestó: "Bueno, ya no es mi problema, porque te la acabo de mandar por correo. Tú eres el periodista y te las apañarás para averiguar qué hay detrás de todo esto". Se metió en mi vida. Y hasta ahora no me he podido deshacer de ella», admite después de recorrerse Estados Unidos buscando respuestas.

Tras dos años de investigación e intentar sin éxito quitarse de encima este objeto, Jacobson ha publicado un libro, «The Lampshade: A Holocaust Detective Story from Buchenwald to New Orleans», que edita Simon & Schuster. En sus páginas relata cómo llegó esta pieza a su casa de Brooklyn, su aventura en la que comprueba, al menos, que la pantalla está hecha de piel humana con análisis de ADN y la negativa de los museos judíos de incluir la pieza en sus fondos.

El libro, como piel humana
La camisa del libro está hecha en un papel transparente que asemeja la piel humana. Su tacto provoca que el lector quiera quitarla del libro. Luego casi es mejor intentar acostumbrarse a ella. Y dejarla como está cuando se ve en la portada una foto de la lámpara. Está agrietada y carcomida por el paso del tiempo. «Pero –explica Jacobson– no hay duda de que está hecha de piel humana».

La primera pregunta para Mark es inevitable, aunque parezca redundante después de todas las historias de los objetos nazis hechos con restos de cuerpos de judíos, entre los que destaca el jabón. «¿Todo esto es cierto?». «Sí. Es un libro de no ficción», responde. Lo que no aclara es dónde se encuentra el controvertido objeto en estos momentos: «La tengo yo, pero está en un lugar seguro que prefiero no desvelar. El libro ha generado mucha controversia y he recibido amenazas de nazis por correo electrónico y por teléfono. Estos tipos duros que se creen muy fuertes cuando se ponen a escribir delante del ordenador (sin tener que enfrentarse a nadie cara a cara). Hay otras personas que quieren enterrarla porque al fin y al cabo es un ser humano», dice el periodista neoyorquino.

Ésa es una de sus opciones, porque tiene claro que no se la quiere quedar. Pero antes prefiere resolver el misterio por completo. Sabe que la pantalla está hecha con tejido de una persona, pero no mucho más. El paso del tiempo y deterioro de la pieza impide averiguar a quién perteneció la piel con la que está fabricada.

Al principio, Mark Jacobson no le dio mucha importancia a la lámpara que llegó a su casa en abril de 2007. Relata que pocos meses después, cuando empezó a investigar sus orígenes, se dio cuenta de que, además de que era real, nadie se quería quedar con el objeto. A todos les incomodaba su presencia, si se puede utilizar esta palabra para referirse a esta pieza. Después de todo, la pantalla, defiende Jacobson, fue parte de un ser humano. Parece que del pecho de alguien, después de consultar con varios expertos. Es de donde se sacan las piezas más grandes. Además, se añade que para muchos la piel es lo que más cerca está del alma.

ADN humano
En un principio se la llevó al jefe de la morgue de Nueva York, el judío Shiya Ribowsky, que indicó nada más verla que era «la cosa más triste que he visto en mi vida». Incluso después de haber examinado más de doce mil partes de restos humanos tras el atentado del 11 de septiembre en Nueva York. Pero la lámpara parecía ir todavía más allá. Fue Ribowsky el que estrajo una muestra de la pantalla para comprobar con pruebas científicas que era de piel humana. Y los test confirmaron lo que ya todos sabían.

Explica Jacobson que tras el encuentro mantuvo una conversación telefónica con Diane Saltzman, ex jefa de colecciones del Museo y Monumento del Holocausto en Estados Unidos. La experta es tajante en que no está interesada en el objeto. «Es un mito. Y no es educativo», le especifica, a pesar de haber visto los resultados de ADN que prueban la historia del periodista.

¿De quién es la piel? No hay suficiente información que aclare la procedencia geográfica. Puede ser de cualquiera. Esa es una de las razones en las que Saltzman se ampara para no aceptarla. Poco después Jacobson averiguará que en el museo prefieren pasar por alto la existencia de este tipo de artefactos para no desviar la atención de los visitantes de su centro. Al fin y al cabo, la mayoría de las personas que acuden a ver los fondos de la institución no son judías. Y el mensaje que quieren transmitirles es otro bien distinto.

Jacobson ya sabe que no puede dejar de pensar en la lámpara y le va a resultar muy difícil deshacerse de ella. Aun así, recorre Estados Unidos en busca de respuestas. Va a Union City (Nueva Jersey), Nueva Orleans (Luisiana), El Paso (Texas). Incluso llega hasta Jerusalén. Habla con historiadores del Holocausto y estudiosos que niegan la existencia del mismo. También recurre a forenses, su amigo Skip, el hombre que la encontró en Dave Dominici, y que no ha querido precisar a Jacobson de dónde la sacó exactamente, y a supervivientes del Holocausto. Incluso visita la casa de los familiares de Ilse, la loba del campo de concentración de Buchenwald, donde se cree que se hicieron estos objetos.

El gran número de entrevistas y viajes que ha hecho parecen no ser suficiente. Pero, de todas maneras, no ha conseguido poner punto y final a esta historia. La lámpara se ha convertido en un problema. «Y creo que hay más. No sé cuántas», dice Jacobson. Aún le queda otra pregunta que le perturba: ¿cómo la gente puede querer olvidar una cosa así?

VIDEO: http://www.youtube.com/watch?v=xUmd8BtEugk

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